El roce de la áspera fibra de la camisola, el olor a cuero y especias, los sonidos de la lluvia y el aroma de la tierra mojada.
Para mí es sinónimo de naturaleza, de vida cotidiana colmada de mística. De júbilo, risas y llanto descargados sin reservas. De actitudes que llevaban impreso el sello de la autenticidad.
Sobraba mentir, porque poco quedaba de ello. No eran necesarias lisonjas sino manos dispuestas a aferrar cualquier cosa que pudiese servir para sobrevivir.
Pasos incansables. Era de los trotamundos que se servían de sus músculos para acortar distancias, carecidos de la rueda y la montura que valían fortunas y un rescate.
De ordinario soles y sombras, días y noches, a cada cual bastándole su afán. Sin pensar en el mañana y olvidando el ayer, adheridos firmemente al presente. Convirtiéndo cada momento en algo digno de recordar.
Aroma de musgo y flores silvestres; frescor de brisas mañaneras y calor de atardeceres sin cuenta. Ecos de susurros musitados por el viento aventurero que callaba de pronto, dispuesto a contemplar el cielo.
Roca y Hierro. Fuerza y astucia. Oro y pieles. Trazos desconocidos que acarreaban noticias y el sonido del canto que era portador de realidades.
Y también...el silencio.